Cuando
al final de su vida San Francisco de Asís,
“el más pobre en la tierra, el más rico en el Cielo), tiene la tentación de una
cierta amargura, cuando descubre que sus planes y proyectos no se acaban de
realizar como él pensó, Santa Clara le habla de que no sólo hay que procurar
que se de fruto, sino que tenemos que luchar para que el fruto no sea amargo.
La amargura es el cáncer del corazón
humano. Cuando uno se amarga, en el fondo, casi siempre es porque
nuestro corazón no está sanado por el agradecimiento. Todas las amarguras
hunden sus raíces en la frustración de mi propio yo Cuando somos nosotros los
únicos protagonistas de nuestras vida, de nuestra historia, podemos acabar mal,
porque casi siempre la amargura acaba asomando. Cuando uno se mira mucho a sí
mismo, decía San Juan de Ávila, acaba “en desmayo”. Es Cristo el motivo único
de mi alegría y de mi gozo, No se puede vivir sólo con mis propias alegrías y triunfos,
porque entonces será candidato perpetuo a la amargura.
Sólo
hacemos trizas nuestra amargura cuando metemos infinitas dosis de agradecimiento, como María que canta el
Magnificat y descubre siempre que desde su pobreza “el Poderoso ha hecho obras
grandes por mi”. En la medida en que “nos ponemos en sus manos” y tratamos de
amistad “con quien sabemos que nos ama”, la vida se va transformando cada vez
más en un Amor sin resquicios de amargura porque hemos “visto y oído” al que es
la Dulzura de Corazón.
El
trato con Dios no da amargura porque, en el fondo, cuando vivimos todo desde el
Amor de Dios, nuestra vida se transforma El trato con Dios es siempre la dulzura que empapa nuestro corazón,
llenándolo siempre de la alegría que es una fiesta que nunca acaba. No es posible vivir siempre con paz y
vacunado contra la amargura mientras no metamos en nuestra vida y corazón el
antídoto del Amor de Dios, que hace desaparecer siempre todo tipo de tristeza,
porque ha tomado posesión de nuestra vida “el Amor de los Amores”.