martes, 9 de abril de 2013

Carlos de Foucauld. Como un viajero en la noche.


(Parábola)
Editorial: Monte Carmelo.
Año de edición: 2002
ISBN: 978-84-7239-722-4

Sorprende que F. Nietzsche asegurara, hablando de religión, que sólo había existido un cristiano, Jesús de Nazaret, pero que ya había muerto. No caeremos en la ingenuidad de pensar que los discípulos nos parecemos mucho a Jesús, porque todos somos pecadores y, a veces, muy pecadores. Aun en los más grandes santos, su acercamiento al Maestro es siempre asintótico. Pero sería injusto hablar, sin más, de la dignidad del cristiano y de la indignidad de los cristianos. Sólo con mirar a nuestro tiempo más reciente, a la última centuria, hallamos una constelación de figuras fascinantes: Juan XXIII, Teresa de Calcuta, Maximiliano Kolbe, Edith Stein, Magdalena Delbrel, M. J. Lagrange, Simone Weil, Guillermo Rovirosa, Manuel Lozano Garrido, Dietrich Bonhoffer, Luther King.
En ese luminoso retablo, por fuerza incompleto, de espirituales egregios del siglo XX, lanza sus destellos fulgurantes, faro multicolor, Carlos de Foucauld. La irrupción de Dios en su vida, como único Absoluto, le impulsa a darle un sí radical, definitivo, irreversible: “Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él”. y al descubrirle como Padre, y su amor remansado en la humanidad de Jesús, su vida estará regida por este latido indivisible: “Horas y horas sin hacer otra cosa que mirarle y decirle que le amo”. Estaba convencido de que “la hora mejor empleada de nuestra vida es aquella en que amamos más a Jesús”.
Ese amor enardecido a Cristo le llevará a contar con otro eje, que taladra su vida: el amor universal. Jesús amó sin discriminar a nadie, como Hijo de un Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos, y deja caer la lluvia sobre las fincas de los hombres religiosos y las tierras de los más descreídos. Carlos de Foucauld quiere ser “el hermano universal, amigo de todos, buenos y malos”. Por eso elegirá estar al lado de los últimos, los tuaregs del desierto, y si tiene que mostrar alguna preferencia, los destinatarios de su ternura inmarchita serán los pobres, los pequeños, los esclavos, los enfermos, los extranjeros. Esa evangélica opción por los excluidos, de los que ahora tanto hablamos, supo vivirla cada día con generosidad y desinterés.
Ha sido un gran acierto de F. Cerro el haber titulado estas páginas “Como un viajero en la noche”. Las categorías literarias del viaje y del camino, de salir de la tierra y vivir en éxodo, llenan las páginas de la Biblia. Los primeros cristianos se llamaban “los que siguen el camino”. Nuestra Teresa de Jesús, que el Hermano Carlos leyó dieciséis veces mientras estuvo en Palestina, tituló una de sus obras “Camino de Perfección”. Foucauld llegó a decir que “no está bien que si Cristo ha ido a la gloria en tercera -ésa era la clase ínfima en los ferrocarriles de entonces- nosotros queramos llegar al cielo en primera”, o lo que todavía sería peor, con la comodidad del coche-cama.
Jesús salió del Padre, se hizo camino, y volvió al Padre. La vida espiritual es un caminar, sin instalarse, siempre como nómada, pisando sus huellas y siguiendo el sendero que nos dejó abierto quien, por excelencia, es el Camino. Itinerario apasionante éste de ser peregrinos del Absoluto. Hay que recorrerlo, pero aceptando el riesgo de vivirlo. No basta con hacer la consulta del mapa o ruta. Ni siquiera con pedirle que nos enseñe su manera de cantar -¿no nos pedía Nietzsche nuevas canciones?- y caminar. Como al infante Arnaldos,  nos invitará a entrar en la mar, subir con él a la barca, y navegar, remar “mar adentro”, pues “yo sólo digo mi canción a quien conmigo va”. Quien se aventure, comenzando por este breve y bello libro de F. Cerro, quedará tan enamorado de la figura del Hermano Carlos, que buscará enseguida una literatura más amplia. Me atrevo a garantizarle que no le defraudarán.
Antonio González-Fraile
 (De la introducción del libro)